domingo, 3 de octubre de 2010

Un dia de furia


Soy socialista. He crecido entre las paredes de un hogar obrero, y bajo la palabra sincera de un padre y una madre que nunca me han inculcado revancha por vivir una vida alejada de los favores que el destino ha deparado a otros. He crecido amparada en el valor de la generosidad, en la esperanza de un mundo vivido en plural, y casi sin primera persona. Me he sentado en estos años, aunque sea en cuclillas, tras los muros protectores de unos ideales que me hacían sentir orgullosa de los míos, y del futuro que entre todos y para todos, tenemos pendiente construir. Un futuro limpio, justo e igualitario, donde el más débil cubre siempre su herida con mi espalda. Eso es ser socialista

Esta semana me he quedado ronca pidiendo en mi facultad apoyo para un movimiento, el del miércoles, que de forma firme y serena exigía al poder más que una rectificación: Le enseñaba un diente grabado con una advertencia, no avanzaremos en la vida dejando atrás a los viejos, ni a los jóvenes, ni a los parados, ni a los débiles. No asumiremos políticas dictadas más allá de nuestra tierra, no aceptaremos sacrificios que no se imponen quienes nos han traído hasta este fango, no permitiremos engaños, ni ardides, ni castigos por lo que no hemos merecido. Y lo hice con pena, a sabiendas que era necesario.
Con pena de protestar y herir al hombre en quien hemos depositado tanta esperanza en construir una España más justa, ajena a toda discriminación. Una España que presume de levantar una economía sostenible, de proteger a los dependientes y de aceptar a todos aunque vengan del arco iris. Lo hice con pena, porque la representación legítima de la nación ha dictado aquello contra lo que ahora nos movemos en la calle, con lo que alimentamos una esquizofrenia en la que el pueblo camina por un sendero opuesto al de sus representantes. Y lo hice con la pena de no entender porque debía recordar al gobierno que eligieron mis padres, que estaba incumpliendo su promesa de cambiar nuestra sociedad.
Aun hoy me cuesta entender que hemos hecho para reducir nuestra democracia a una liturgia monótona en la cual cada cuatro años ponemos en un papel el nombre del elegido para engañarnos, robarnos y chulearnos, en cada pueblo, provincia o ciudad, mientras los siguientes cuarenta y ocho meses maldecimos a quien, olvidado el voto, se entrega a lamer la bota de quien sin votar, y dadas las arcas llenas de su casa, corrompe y maldice nuestros ideales.
Ver al gobierno, a un gobierno socialista, decirte que cada vez serás más pobre, tendrás más paro y vivirás con más injusticia, causa pesadumbre, pero la alivia sentir a tu costado la mirada, aunque sea sin esperanza y perdida, de tus compañeros.
El miércoles estuve con ellos, patee las calles, cante sus himnos y transmití a la gente ese mensaje de resistencia, de no abandonar a quienes las reformas marginan cada día en aras de no se que reajuste. Vi con ellos, por Santander, la mirada de desprecio de quienes consideran a los sindicalistas abanderados unos parásitos más del sistema. Vi el miedo de quienes a nuestro paso cerraban negocios y urdían silencios, desconfiados de quienes amparados en la sin ley de un día de furia imponían su voluntad, en un minuto de gloria que parecía servir solo de desahogo. Vi como a nuestra espalda, tras vernos marchar como quien ve a una plaga, se abrían persianas, se encendían luces, y se volvía a la normalidad.
Eran casi las nueve y la cansina marcha de los defensores de la conciencia social se topó con un comerciante atareado en sus labores. Poco importó el número, el vociferio o las razones. Aquel hombre parecía imperturbable tras su amable sonrisa, ingenua y como alejada de todo aquel barullo que se cernía sobre el. Cuando la información causo baja, vinieron los silbidos reclamando el cierre, y tras ellos los insultos, y un zarandeo, y un empellón. Aquel hombre de origen chino, estoy convencida, no había entendido nada, y aturdido por las voces, apenas supo reaccionar. Sus manzanas cayeron al suelo, y tras ellas él, mientras su mujer salía del umbral de la tienda para prestarle ayuda, con un sollozo contenido, al ver la dignidad de su marido tendida en la calle. Entre tarascadas cayó el cierre, mientras la turba rugía por su victoria.
En aquel instante todos mis ideales cayeron al suelo con él. Era solo un juego. Un juego de poder al que yo me había prestado de peón, y aquellas personas justas y sencillas hasta ayer, también, sufriendo tal transformación que apenas ya las reconocía.
Se alejaba la turba y aun una manzana giraba entre las cajas malheridas. Había caído algo más que un hombre. Se que aquel día, en otros lugares, patrones y gobernantes ejercieron coacciones similares o peores, se que esa violencia es respuesta a otra aun más indigna que acumulamos desde hace meses, desde hace años, casi desde siempre. Pero ellos no son socialistas. Yo si, y estaba allí, y no le tendí mi mano. Yo estaba allí, e incumplí mi promesa, como el gobierno al que se la recordaba. Yo estaba allí. Yo estaba allí.

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