miércoles, 18 de noviembre de 2015

La piel de la manzana



Tanto se ha dicho de Jobs estas semanas, con motivo de enésima loa cinematográfica que huelga añadir más, relatar más o ensalzar más. Es uno de los riesgos que cometemos en los obituarios, los excesos. Y conste que los valores de este Edison contemporáneo están fuera de toda duda, pero la exclusividad en la atribución de las virtudes de las personas es peligrosa, es injusta.



Jobs pasará a la historia como un visionario, no como un simple “cool hunter”, un caza tendencias que buscaba la manera de satisfacer los deseos inconscientes de la gente, satisfaciéndolos a cualquier precio, con tal de ganar dinero. Probablemente fue un soñador, un mainstreamers, como decía María Izquierdo la semana pasada. Alguien que abrió caminos e innovó, ofreciendo a la gente, a través de la tecnología, nuevas formas de concebir el mundo en el que vive.

Pero todo tiene matices. Jobs nos deja una visión del emprendedor muy cercana a la visión de la vida del capitalismo moderno. La de esas figuras empresariales (porque no olvidemos que hablamos de un empresario, no de un científico, ni de un revolucionario) que por encima de capital, conocimiento tecnológico o dominio de los mercados son capaces de no hacer nada, y construir todo. De intuir, y una vez hecho rodearse de un equipo capaz de convertir en realidad sus intuiciones, ideas y sueños. Y esa capacidad armonizadora, incentivadora, esa habilidad constructiva sobre el factor humano es su gran contribución económica. Aunque, no lo olvidemos, estuviera, como en este caso, recubierta de una capacidad, no menos destacada para la competencia agresiva. Por debajo de esa mirada de niño pequeño, plena de ternura, que se escapo en Toy Story, en sus tiempos de Pixar, latía un tiburón empresarial, capaz de arrasar con la dignidad y entereza de sus subordinados, si estos con alcanzaban el medio para transformar su idealidad, en viabilidad, y ese es un rasgo del capitalismo moderno que no debemos olvidar, más que nada para no caer en engaños, y mucho menos, ahora que estamos formándonos, en mimetismos. Es parte de la injusticia de la vida, en todos los equipos hay un capitán, y solo su nombre es recordado. Y sus meritos son muchos, seguro. Pero sin su equipo, un capitán no es nada. Nada, sin cada uno de esos genios discretos que le arropan.

La negativa sistemática a universalizar sus productos y tender a una cierta standarización de elementos tecnológicos de uso común (outputs en los gadgets, adaptadores, reproductores de flash) nos son aspectos menores. Bien es cierto que su concepción del software combinaba un radical encapsulamiento de la arquitectura de sus aparatos, con la puerta abierta a los desarrolladores, pero hablamos del mundo Apple, no lo olvidemos, un mundo hostil y cerrado a la otra parte de la humanidad, el del pc.

Es cuestión de admirarle, pero tampoco de idolatrarle. Entre otras razones porque no parece sensato adorar a un inventor de maquinas que predicaba que la razón de estas era la libertad del hombre y el desarrollo de sus capacidades racionales.

Con todo, me fascina esa humanidad desbordante y fiera, que el famoso discurso de Stanford nos ha dejado de Jobs. Esa concepción de que la muerte es necesaria para renovar la vida, me quedo con una frase que desde hace años me ha influido. “Que cuando te acuestes cada noche no pienses en todo el dinero que has ganado, sino en todas las cosas maravillosas que has hecho”. Cosas maravillosas, como una manzana, en la que Jobs era la piel, la que cubre y protege a una infinidad de células indispensables.


Reivindiquemos el valor de los equipos, no solo de sus líderes. Eso es innovación.

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